febrero 10, 2014

El asesino del serrucho -Jules

El asesino del serrucho

Para Lian Lanzani no existía un motivo para matar. Caminaba por la carretera con las manos manchadas de sangre. Sostenía un serrucho. Lian Era un joven como tú, como el que alguna vez fuiste o como en el que algún día te transformarás. Con esto no quiero decir que te volverás un asesino en serie, ni un hombre desquiciado al que la vida se ha encargado de darle por culo; sólo digo, muchacho, que te crecerán pelos en las pelotas, tu polla empezará a desarrollarse y, a pesar de la mierda religiosa que te inculquen en el colegio, comenzarás a echarte tus primeras pajas pensando en una virgen con la falda sobre los muslos. Por eso digo que serás un sujeto como Lian, tal como lo fue tu padre o como el pobre diablo que escribe esta crónica. Un hombre al que si le hacen un agujero con una bala, sangrará; un hombre al que si no se le atiende pronto, caerá tendido sobre unos brazos huesudos. Por eso digo que cuando Lian tenía tu edad era un sujeto como tú. Si ya no eres joven, imagínate a ti mismo cuando te echabas unos cuantos polvos con una mujer desconocida (si no lo hiciste, tal vez no hayas tenido una vida real, tal vez hayas vivido encerrado en un código ético invisible: eras un maldito perdedor que después de casarse quiso probar la infidelidad). Sólo no me culpes si acierto. Puede que no. Pero son cosas que pasan. Cosas de la vida. Todo este proceso es un proceso natural. Si no experimentas las drogas a su debido tiempo, tarde o temprano vas a querer que ellas experimenten contigo. Recuerda que durante o después de terminar la escuela (épocas en las que solías irte con prostitutas), algunos conocidos te invitaban un cigarrillo de marihuana y, si tú lo aceptabas, sólo era para que la banda le abriera sus puertas a un tonto más. Pero dentro de tu cabeza no te creías un tonto, sino uno de los sujetos listos del grupo. Algunos segundos más tarde te llevabas la chicharrera a la boca y terminabas inhalando las primeras toxinas de un componente llamado delta-9-tetrahidrocarbocannabinol. En ese entonces, cuando merodeabas por las calles como un vagabundo, desconocías su nombre. Quizá ahora sea la primera vez que lo leas o tal vez pueda darse el caso de que te guste leer sobre las drogas y sus efectos y, en este momento, te estés muriendo de hilaridad. No soy más que un sujeto que detrás de una computadora pierde al jugar a ser dios (es lo que estás pensando); que apuesta a atinar el camino que sigue el hombre sólo porque cree tener un poco más de imaginación que el resto. Lian Lanzani, mejor conocido como el Asesino del Serrucho, también era un sujeto que había desarrollado ese talento. Él  creía que estaba maldito. Que tenía imaginación para matar. Cuando Lian afilaba su arma en el matadero observaba las jaulas en las que encerraba a esas bestias con pelo negro y ojos que parecían mirar a cualquier dirección. Eran ojos asustados. Luego apagaba las velas con un soplido. Arrastraba las botas de vaquero y, con la cabeza gacha, cubierta por una melena de cabellos gruesos, se detenía frente a un escritorio cubierto de polvo. Lian extendía la mano para abrir el cajón. Se aferraba a la manija. La jalaba. Y se escuchaba a un chirrido antiguo pasearse por un corredor temporal. Dentro no encontraba nada más que cadáveres de cangrejos, naipes repetidos con la figura del carruaje y del hombre ahorcado, una rosa, un tulipán, un clavel (todos marchitos), piedras de la suerte y un manojo de llaves de carcelero. Lian Lanzani sonreía mientras se daba la vuelta para abrir las pequeñas celdas. Tomaría a los animales peludos del pescuezo para echarlos sobre la mesa y empezar a serruchar: adelante, atrás, adelante, atrás. Carne que se abre. Huesos que crujen. La sangre salpica sobre su rostro. Lian se pasa la lengua por los labios para saborearla. «Exquisita», piensa y luego te mira. Tú crees que parece un buen hombre. Uno que se preocupa por los animales. Pero todo es una vil ilusión de tu cerebro. Te sientes mareado. Confuso. Es la única manera como ayudarías a un asesino que mata gatos con un serrucho.

Cuando el mozuelo salía de casa lo hacía para cazar. Caminaba por la carretera arrastrando su arma. Su respiración era acelerada. Las gotas de sudor le chorreaban como si fuera un puerco cocinándose en un horno. Lian se convertía en una sombra que dejaba una estela con olor a berrinche y, sólo por eso, los felinos se acercaban a él. Si no podía cogerlos sabía que los cogería la noche siguiente o la que seguía de la subsiguiente. El hombre tenía tantos prisioneros como inocentes que fueron condenados a la inquisición.
Uno. Dos. Tres.
Lian se concentraba. Le gustaba escuchar gritos. Sólo tomaba el serrucho para cortar las patitas de los felinos y, además, un escalpelo para hacerles un corte sobre el sexo: se trataba de una incisión que le daba la vuelta al torso, de modo que podía meter sus pequeños dedos y arrancarles la piel como si les sacara un polo.
Lian tiraba.
El felino maullaba.
Se contorsionaba.
Su cuerpo, sujeto a la mesa por unas correas de cuero, quedaba indefenso ante la ferocidad de su nuevo dueño. Los nervios del gato se estiraban mientras la carne cruda que le ardía bajo el pellejo destellaba en un brío cargado de humedad. Miauuuu. Se oía. Pero era un maullido como el que nunca antes has escuchado. El alarido se perciben hasta las estrellas, las cuales, a años luz, parecen morir a la par con el animal.

Lian Lanzani levantaba la mirada para ver los luceros a través de su ventana: luceros que destellaban a cientos de millones de años en el universo. Durante esa noche pensó que si cada segundo moría una estrella, ¿por qué no podrían morir hombres o animales también a cada segundo? Lian Lanzani creía que el universo era una maquinaria en la que cada ser vivo cumplía un rol. El rol del Asesino del Serrucho era el de matar gatos. Después de que les arrancaba la piel, trozaba los cadáveres en pedazos para preparar caldo con especias, verdura y aletas de pescado.


Al interior del taller una tabla húmeda se manchaba de rojo…

El machete golpeaba la madera. Cercenaba una pata y se formaba un charco oscuro. Con las manos sucias de sangre y pelo, Lian Lanzani abría la puerta del baño para lavarse. Giraba la manivela del caño. El agua empezaba a chorrear. Después de secarse con una toalla sucia volvía por el mismo camino hacia la nevera. La abría. Tomaba un poco de carne cruda almacenada en botellas de cristal y apuraba los pies hacia la alacena. En unos segundos cogería un trozo de pan de centeno. Se lo metería a la boca. Pero antes, le untaría mantequilla o salsa roja. El asesino se preparaba para cenar.




Recuerda que… los asesinos como tú también tienen un rol que cumplir en el mundo.



Copiado de las Crónicas de los maquinistas.